Uno de los aspectos que encuentro más fascinantes de Malta es sin duda su historia. Su larga historia, marcada siempre por conflictos bélicos y lucha de poderes, sin que la pequeña isla haya sido alguna vez el sitio del trono de algún rey o emperador.
El valor estratégico de la isla era ya conocido en la antigüedad, y los primeros pobladores fenicios (provenientes del Siria y el Levante) se encontraban a en el siglo tercero ya en la mitad de un conflicto entre dos potencias mayores. El imperio Romano contra Cartago, las guerras púnicas. Sería probablemente el primero en una larga lista de conflictos en los que Malta jugaría un papel.
Incluso antes de la llegada de los afamados (o infames) caballeros hospitalarios, la isla vio invasiones y recapturas. Los primeros asentamientos árabes fueron, luego, conquistados por bizantinos, para luego formar parte de las posesiones de otros imperios; desde españoles hasta británicos, tuvieron en algún momento posesión sobre la isla.
¿Cuántas veces la ficha que pasa de mano en mano, insospechada, termina siendo la más consecuente? ¿O la última carta en la baraja, determinando el curso de una partida? Tal es el caso de Malta, pequeña, desértica, su rol en la creación del mundo como lo conocemos, definido en la sangre de los que murieron en sus tierras, en la persistencia de personas y, como es el caso en muchos eventos históricos, suerte.
En esta larga tradición bélica, el gran asedio de 1565 tiene una especial importancia. Históricamente, fue el primer punto que marcó un alto a la expansión otomana de Suleiman el Magnífico, expansión que terminaría con las derrotas otomanas en Lepanto y Viena, el triunfo de la Cristiandad en Europa occidental y el comienzo de una larga caída para el Imperio otomano.
El gran asedio fue solo el punto más álgido de una larga historia de conflicto entre Sueliman y los caballeros. Ya antes, en la pequeña isla de Rodas, los caballeros mostraron su capacidad de montar enorme resistencia ante una fuerza abrumadoramente superior. En el gran asedio, una flota de más de 40 mil hombres se enfrentaba a tomar la guarnición protegida por menos de 1000 caballeros, y unos 6 mil habitantes civiles (aunque entrenados para servir en milicia y perfectamente motivados a proteger su hogar) los otomanos estaban comprensiblemente confiados en sus posibilidades. Sería el fin de un conflicto de años y años, el cierre de una espinosa herida en los pies del sultán. La realidad resultó más complicada de lo esperado.
Malta, los caballeros y la cristiandad resistirían el asalto. Con los años, la isla se volvería envuelta en nuevos conflictos; sirviendo de base médica en la primera guerra mundial, víctima de crueles bombardeos durante la segunda guerra, y finalmente como centro de operaciones para la invasión aliada de la Italia fascista.
Detalles acerca de cada uno de esos eventos son interesantes por su propia cuenta, y merecen la pena ser recordados y conmemorados. Sin embargo, hay algo que me interesa más en este momento, la idea, de como contamos la historia.
La historia no es un hecho objetivo y absoluto. Esto puede sonar contradictorio, ¿cómo es posible pensar que no hay “Una historia”? Solo hubo un Hitler, un Holocausto, un Napoleón, un gran asedio en Malta. Y, sin embargo, los hechos solo constituyen la mitad de la receta. Las formas como elegimos contar la historia, son tan o más importantes.
Historia, narrativa, relatos. Los recuentos del pasado son más que recuentos, y así como las memorias propias pueden tener diferentes interpretaciones y lecturas con el tiempo. La historia de toda la humanidad también admite diferentes lecturas, interpretaciones, conclusiones.
¿Qué podemos decir entonces el Gran Asedio de Malta? Aun cuando en lo personal encuentro la historia fascinante, y la idea de que un pequeño contingente de hombres resistiendo una fuerza abrumadora siempre será atractiva, es imposible de aislar del contexto más general. Brutales guerras de origen religioso, conflictos que se extienden hasta tiempos modernos. La perversa narrativa del triunfo del bien sobre el mal, de la justicia de una guerra santa.
El mundo moderno, sus formas, métodos, ideas, ideologías; solemos darlos por sentando. Desde Hegel y las ideas de la ilustración, ha existido una tendencia a pensar que la historia sigue un curso natural, e inevitable, que la dirección de la historia es el progreso y que eso es una verdad tan clara como la gravedad o los ciclos de las estaciones. Pero en mi opinión y la de personas mucho más inteligentes, esto es una verdad a medias.
No hay tal cosa como un estado natural, como un punto al que todos los hilos de la historia estén destinados a converger, todas nuestras condiciones materiales y espirituales, son consecuencias de cadenas de eventos, de métodos y prácticas que poco tienen que ver con un orden natural. La historia ocurre solo una vez, y es increíblemente ingenuo pensar que el curso correcto, el inevitable progreso, y que los valores e ideologías que, nos parecen hoy triunfantes, son el resultado de este camino inevitable.
Parece que este ensayo sé salió un poco de foco, así que podemos volver a Malta. Y aplicar algo de este escepticismo histórico a sus sitios y eventos relevantes, que en ocasiones se ocultan tras la masa del turismo. Si negamos la inevitabilidad de la historia, los juicios de valor sobre lo que es bueno o malo, sobre cuáles son las causas justas e injustas, ¿qué podemos aprender?
Grandes batallas, como el Asedio de Malta, y el posterior asedio de Viena, tienen la mala fortuna de ser fácilmente cooptadas por narrativas que tienen sus propias agendas e ideas detrás, bueno versus malo, valerosos cruzados contra bárbaros turcos. Civilización occidental vs. salvajismo. Fe vs. Infieles. No se me ocurre que la forma correcta de entender un conflicto, apreciar un museo o una nueva ciudad, sea divorciar esos conflictos de la experiencia estética y turística.
La historia pudo tomar cursos diferentes, y los resultados que observamos no pueden ingenuamente atribuirse a intervenciones divinas, o al destino o el hecho de que ciertas causas nos parezcan más justas que otras. Contextualizar la historia y los sitios históricos dentro de un marco más amplio, uno que permita aceptar los hechos, no como la consecuencia natural o inevitable, o la obra de un Dios, sino más bien como el compendio de una serie infinita de casualidades y coincidencias que dan lugar al mapa histórico como lo conocemos, a los conceptos que damos por sentados, las fronteras que nos parecen eternas e inamovibles, a los colores que forman las banderas. Todos, contingentes a eventos que pueden transcurrir en una pequeña isla en el mediterráneo, en el corazón de la historia, con más turistas que habitantes, con hilos que se sostienen, de formas insospechadas, el tapiz de la modernidad.